CONFESIONES DE UN CUARENTANO
La idea de este artículo surgió al compartir con Paco, compañero de la secundaria, dueño de una peluquería de lujo de cinco sillones en Polanco, deprimido por la encerrona de la cuarentena, el enlace a un diario, que publicaron en internet siete duchas escritoras mexicanas, sobre el confinamiento por el Covid-19 https://www.escritoras.mx//palabras-entrelazadas-diario-de-confinamiento-i/.
Después de leer los textos de las escritoras, Paco no pudo mas y me escribió el siguiente correo electrónico que transcribo letra por letra, con su venia. Ya lo animé a que siga escribiendo, sobre todo ahora que tiene tiempo, pues su negocio se lo cerraron los inspectores:
Querido Ignacio:
El tema de la encerrona empezó el 21 de marzo. Han pasado cuarenta días y la famosa cuarentena no acaba. Ya cumplió cien y seguimos contando.
Se me dijo que como adulto mayor, la muerte y su famosa guadaña me esperaban escondidas en cualquier rincón, en la calle, en la mano de mi mejor amigo, en misa, en el abrazo de un hijo o en el beso de mi esposa o un nieto. Me causó horror, lo que se ha convertido en terror malsano.
Puedo ver y oir sin problema. De mis cinco sentidos sólo dos no se me han restringido. Degustar puedo hacerlo, únicamente con la seguridad de que el alimento no esté contaminado, lo que elimina restaurants y antojitos. Oler, solo en casa segura o a través de un tapabocas y a sana distancia. Palpar, tocar, que ha sido una de mis pasiones, prácticamente me está vedado. Estoy impuesto al contacto físico. Soy abrazadero y besucón. Me gusta tocar y que me toquen. Si algo dice son los brazos y su añadidura, las manos. Las de quien se conoce por primera vez y se estrechan con presura, sinónimo de apertura y gusto por el encuentro. La del amigo frecuente, la de quien está enojado, contento o tan sólo molesto. Hoy nadie quiere que lo toque, salvo mi mujer que vive conmigo desde épocas inmemorables. Vamos, ni siquiera que les hable de cerca y sin tapabocas. Esto deprime a cualquiera.
Total, me dije, me muero y ya. Ya pasé los 75. Ya viví…. pero resulta que se me ha dicho que sería una muerte dolorosa, lo que no me gustó ni tantito. La puerta de mi casa dejó de abrirse. Nadie entra. Nadie sale. Bueno, salvo yo que saco la basura cuando oigo el tintinear de la campana del basurero.
Desde hace cien días, las semanas se me escapan como peces en el río, salvo por el hecho que a veces recuerdo el mes en que vivo. Confinado, todas me parecen igual. Empiezo a perder la noción de cuando inician y cuando acaban. Los días han dejado de ser. Ese viernes que era viernes, para lo cual se preparaba hasta el mas manso, para recibirlo de brazos abiertos y usarlo de trampolín para el fin de semana, ha dejado de ser. No hay festejos ni reuniones y menos viajes. La chancla ha substituido al tacón alto de dama elegante. Ya ni en las bodas hacen pachanga. ¿Para qué entonces sirve el fin de semana? Ese miércoles aletargado de caminares entumecidos que al despertar nos daba coraje, también ha dejado atrás las amarguras. La tarde del domingo, que García Marques aseguró ser igual a una señora con ciento cincuenta kilos de peso y dos metros de ancho, que después de un almuerzo espectacular se sienta a bostezar y tratar de dormir sin quererlo (Textos Costeños, Vol I), hoy es igual que un martes de dos películas en Netflix. ¿Quien no le ha visto al lunes cara de “ni modo, hay que levantarse?” y ahora no sabe a cual aplicárselo. Esos días, todos con su características y sentimientos singulares, han dejado de ser, para transformarse en algo neutro, ambiguo, carente de personalidad, con sabor insípido, al que por mas especies que se le añadan, sabe igual al de hace dos tardes o el de mañana en la cena.
Mi escape ha sido el WhatsApp que tengo con unos amigos y el teléfono, fiel amigo que permanece fijo, móvil y cerca. A través del celular me he enterado que la depresión es una de las causas que perjudican el sistema inmune y por ende aumentan mi riesgo al Covid-19, de por sí aumentado por mi diabetes. Acepto, pero ¿cómo le hago para no deprimirme encerrado entre pocas paredes, solo con mi pareja, a quien cada vez que intento decirle algo me revira con “ya me lo contaste”, sin visitas de mis hijos y nietos, con los apenas cinco WhatsApps que me llegan diario cuando yo necesito 300? Ahora uso la caminadora tres veces mas tiempo que antes, lo que no puede ser mas aburrido. Lo hago para cumplir el consejo de hacer ejercicio. Lo que sucede es que después de diez minutos de run run run, sin poder leer, escribir o ver la televisión, por el peligro de distraerse y caer con el motor del aparato que no se detiene y corta y desgarra piel, venas y aterías, surge el decaimiento titulado “¿qué chingaos estoy haciendo?/¡ya no aguanto ni un segundo mas!”
Empantanado por esta desdicha, confieso haber tenido un respiro. Me puse a arreglar mi closet y nada, que me encuentro en las repisas altas mi colección de revistas elegidas a través de años de peluquería. Revistas viejas, pero con las mejores viejas de entonces. La colección la dejé de hacer hace como quince años. Playboys, Penthouses, MachoMan y otras mas subidas de color. Me pasé un buen rato. Me olvidé de la presión, esa que llega con el “de” y se convierte en depresión. Sabrosa lectura. Literatura excelsa. Manejada por grandes plumas de la literatura universal. Y grandes fotógrafos de cámaras bendecidas por el agua de los eternos manantiales. Jane Mansfield, que bruta. Ya se me había olvidado lo que significa lo mayúsculo y superlativo. ¡Qué mujer tan saludable!
Con las revistas que medio me oxigenaron, ahora me está entrando un sentimiento de inutilidad en proporción directa al aumento de peso. Me cuesta trabajo dormir y ando enojado hasta la madre. Ya no quiero hablar con mi vieja. Juro que si me ponen enfrente un pastel de chocolate, me lo como en una sentada, diabetes o no diabetes. Si no le tuviera tanto miedo a una muerte con dolores, ya habría salido a contagiarme. En la cantinita de la casa aún tengo unas botellas de vodka y mescal. Les he estado dando traguitos, no tragotes. No vaya a ser.
Me siento confundido y muy molesto con los idiotas del gobierno que no saben hacer bien su trabajo, para acabar con esto de una buena vez.
Fuerte abrazo mi cuate,
Paco
No tengo nada que agregar, salvo despedirme de mis lectores y agradecerle a mi amigo su autorización para publicar. Aclaro que usó un nombre ficticio. Me dijo que su esposa es de corte antiguo y no quiso que leyera el hallazgo de las revistas “subidas de color”, como el lo dijo.