APUNTES PARA UNA NOVELA…
Enero, 1946
Viernes
En esa época, Nueva York era la ciudad de la Isla Ellis. Una ventana abierta a Europa consumida por las guerras y su corolario, el encuentro en sus calles de la Torre de Babel. Lenguas por doquier, de necesitados con cara de ¿y ahora qué?, recorrían con sus bultos de lo que pude me traje, frente a las pescaderías de muelle recargadas de olores a esturiones, anguilas, dorados y otros peces que colmaban redes henchidas de lo inagotable. En la barra de cualquier coffee shop compartían ham & eggs, lo mismo un conde húngaro, que una corista danesa y un campesino albanés, todos desaliñados, con tufo de perro sudado y ropa de una semana, quejándose del café, el té y la cena americana, a la que consideraban mas plana que el fondo de plato de peltre, que recibían a cambio de lágrimas y tribulaciones para hacerse de unas monedas, que cuidaban con celo de mendicantes. El gusto de haber llegado y la nostalgia de lo que dejaron atrás, era despreciado por el bullicio de gente que irrumpía para refugiarse del aire helado, sin poder encontrar lugar donde sentarse. Los gritos de las meseras ante las dificultades de comunicarse, speak up, what you want?, here is the menú, point a finger, oh Jesus, what to do with these people? rompían el aire cargado de fumadores de tabaco obscuro. Those ain’t cigarrettes, damit. These people puff shit and black grass! El progreso nos rodeaba con señales indiscutibles: el olor a diesel consumido por la maquinaria de construcción, de los automóviles y camiones y hasta de las tintorerías que arrojaban sus vapores por tubería bajo las banquetas, se inhalaba con el maravilloso sentimiento de estar en un sitio de privilegio. De estar donde la vida se vivía desde la cumbre. Pasaron años y años antes de que se nos anunciara la palabra “smog”, que, como un balde de agua fría, nos apagó una mas de nuestras ignorancias seductoras.
Yo vivía en un departamento situado en los sótanos de una casa, en la calle Charles en Greenwich Village, a veinte minutos en autobús del ferry, que a diario tomaba para ir y regresar de la isla. Tenía menos de mis necesidades, y vivía los primeros años de ejercicio profesional: una recámara, sala amplia, cocina y baño. Con seis escalones por debajo de la banqueta y una obscuridad invernal, me sentía guarecido de los fríos, hasta que la descomunal nevada del 47, un año después de conocer a la familia Hicks, me bloqueó la entrada. En la mañana la nieve alcanzaba cinco pulgadas. Al regresar del trabajo, la puerta entera había desaparecido bajo una sábana blanca. Por fortuna, un colega de mi generación, con plaza fija de hospital y mayores ingresos, casado e inquilino en casa sola, me ofreció pasar la noche en su sofá. Yo no se lo hubiera pedido y me hubiera ido a un hotel, pero estos estaban abarrotados. Me tuvo lástima, lo que no dejó de herirme, ya que mis calificaciones siempre fueron buenas y creo ser mas apuesto, pero el paso por este mundo hay que recibirlo con lo que nos trae. Así decía mi padre. Es un gran axioma que llega a doler, pero hay que intentar conformarse, como lo hice con el comentario de un compañero de la universidad, que me recetó el mote de “quijada huidiza”.
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Los tiempos intensos de Nueva York eran amargura constante en el paladar, sorprendido con inesperadas gotas de miel. El Midtown de Manhattan reflejaba la prosperidad de la posguerra. Los edificios empezaron a crecer con torres de acero cubiertas de trabajadores cirqueros sin miedo a las alturas. Una semana si y otra también, se inauguraban descomunales colosos de fierro y cemento. La ciudad recién, había sido designada sede de las Naciones Unidas. La consternación mundial por el descubrimiento de la energía atómica causaba incertidumbre por el futuro de la humanidad. Los rusos se oponían a las decisiones de la mayoría de los miembros del Consejo de Seguridad. Fueron los primeros tiempos de la Guerra Fría. Comunistas infiltrados en sindicatos, universidades y centros de decisión en el gobierno, era comidilla en arguendes cotidianos. La prensa, radio y las primeras televisiones alimentaban mentes atormentadas. El terror se volvió mercancía valiosa y la vida, un sálvese quien pueda. Las noticias sobre platillos voladores corrían como lumbre de covacha. A mí me apresó la ansiedad de vivir, sin preocuparme de ahorrar o invertir. Mis problemas personales se sumaron; de lo contrario hubiera adquirido casa nueva en Manhattan, que entonces no pasaban de $7,000 dólares. Un carro valía $1,000. El precio del galón de gasolina era de 15 centavos….