LAS VACUNAS, LAS COINCIDENCIAS, LA SUERTE, LOS ACIERTOS Y MI VIDA

vacuna.jpeg

—¡Ya no respira!—, palabras que escuché postrado y a punto de morir, en las escaleras de mi primera casa, recién casado, a los 25 años (1969).

Unos cuantos meses atrás, había contraído nupcias con la mas bella, complaciente, afectuosa y tierna mujer del universo entero. Con un año de antelación, vaciamos nuestra primera cuenta de ahorros, pagamos el enganche y firmamos un contrato de promesa de compra, para adquirir la casita mas linda del mundo. La jardineamos con esmero y nos recibió de regreso de la luna de miel, con una fuente que escurría agua entre rocas colocadas para aprovechar el desnivel del terreno. Las flores y los helechos nos obsequiaron su querencia. Algunos de nuestros muebles eran antigüedades maravillosas de gusto refinado que fueron obsequios de padres y abuelos. Las sábanas con nuestras iniciales entrelazadas fueron bordadas por Josie, así como varias rosas rojas, que caían en cascada sobre un mantel blanco de una mesita de la pequeña sala, que abrazaba un love seat y dos sillones forrados en terciopelo rojo, frente a una chimenea de piedra que seguido encendíamos.

Ella me había sorprendido cuando Pifi, nuestro amadísimo perrito rompió una vasija grande de cristal finísimo de Bohemia, regalo de bodas de un tio rico. Mi primera reacción fue de sorpresa ante la tragedia. —Qué bueno. Gracias Pifi. Gracias Pifi, —le dijo— ¡ya no tengo que cuidarla! Y los dos procedimos a recoger los pedazos a la risa y risa.

 

Salía al trabajo para regresar sin perder un segundo y ahora resultaba que me iba a morir sin haber tenido al menos un hijo que dejarle. Un recuerdo de su bien amado. ¿Qué sucedió? ¿Qué me sucedió cuando estaba en la plenitud de la vida, con ganas de comerme al mundo para sacar adelante una familia que platicamos por años, antes de casarnos? Los dos queríamos hijos. Muchos hijos.

Resulta que me aficioné a correr por la madrugada, antes de salir al despacho. Para que diera tiempo de bañarme y desayunar, salía a obscuras con zapatos tenis, que entonces todos eran blancos con suela delgada. Coincidió (1ª coincidencia), que empezaron a venderse las cervezas en botellas de vidrio no retornables que la gente aventaba en la calle sin mayor preocupación, pues eso de “ponga la basura en su lugar”, no se había inventado. A veces corría con grandes zancadas para cambiar de paso. Lo practicaba en el camellón entre Las Arboledas y el fraccionamiento La Hacienda. Aún no amanecía, cuando una botella rota con un pico criminal perforó mi zapato, hasta salir del otro lado entre las agujetas. Me caí. Como pude me arranqué el casco completo y cojeando llegué a la casa donde le hablamos a mi tío Gastón Rebolledo, médico de la familia. Me recetó reposo y una vacuna antitetánica, que convendría ponerme ese mismo día. Mi tía Cheches, la que sabía inyectar, ofreció comprarla y pasar a la casa a ponérmela, ya que yo estaba encamado con el pie en alto para evitar el sangrado. Gastón nos dijo con claridad, que antes de inyectarme, debería de rascárseme en la piel del brazo con una aguja, para que saliera poquita sangre y sobre los rayones, se me pusiera una gota del líquido transparente. Si se me levantaba ámpula, roncha o tuviera fuerte escozor, la instrucción fue no ponerme la vacuna, ya que era alérgico.

Entre chunga y vaciladas, Cheches me puso la gota de prueba. No pasaba ni un minuto, cuando pedí un sarape para cubrirme, pues sentí que me iba a dar catarro. Dos minutos después a la vista de mi esposa y mi tía, se me hinchó en un instante la cara pareja, de 3 a 4 cmts. Josie corrió al teléfono y le habló a Gastón a su casa, con la suerte de que él contestó (2ª. coincidencia) y ordenó de inmediato adrenalina inyectada al corazón y Clorotrimetrón, también inyectado. Sin dejar pasar tiempo, le habló a su hermana que vivía a varias cuadras de distancia. Ella contestó (3ª. coincidencia).  Sin despedirse de marido e hija salió a la botica. En Las Arboledas había sólo una farmacia. Yo sentí la muerte y decidí ir por la medicina y no esperar a que me la trajeran. Estaba en una recámara del segundo piso. En la escalera me desplomé. Me faltó aire. El  edema pulmonar llenaba mis pulmones de líquido. Mi tía me sostuvo la cabeza. Josie me presionaba con ambas manos las costillas para bombearme aire. —¡Respira! ¡Respira!—, me gritaba.

El boticario salió a detener a mi cuñada con la medicina en la mano, que finalmente había encontrado. Ella ya había iniciado el recorrido a Ciudad Satélite (a varios kilómetros de distancia). Mi hermana Carmelita, que también vivía cerca recibió otra llamada de Josie. Ella contestó (4ª coincidencia). Tenía las llaves del carro en la mano (5ª coincidencia). Llegó a la misma botica que no tenía adrenalina, en el momento en el que el boticario había salido a buscar a mi cuñada. Mi hermana le arrebató el frasco con la cura y sin pagarla subió a su carro y me la trajo.

El drama seguía en los escalones. Perdí la vista. No tenía tacto. En mi mente sólo estaba el deseo de vivir. Oía a Josie. —¡Respira! Nacho ¡respira! —Y yo hacía el esfuerzo máximo porque me entrara un soplo de aire. No podía. La garganta se me llenó de líquido por el edema que de los pulmones había ascendido a la glotis. No tenía donde meter aire.

—¡Ya no respira! ¡Ya murió!— escuché.

En ese instante se abrió la puerta de entrada que estaba junto a las escaleras. Carmelita, con la botellita que me dijeron alzaba como un trofeo. Cheches traía la ampolleta en la mano (6ª. coincidencia). La cargó. Y me inyectó sobre la camisa. Sobre la camiseta. Directo al corazón. Pálida como papel. Nadie había pensado en quitarme la ropa en preparación.

Yo sentí una milésima de aire penetrarme. Supe que viviría. En ese instante lo supe. Desde entonces estoy convencido de que mucha gente al morir, escucha a quien da la noticia de su muerte. No me sucedió repasar toda mi vida en segundos, como algunos aseveran. Yo quería vivir. No pensé en otra cosa.

Ocho horas después respiraba el oxígeno de un tanque junto. Mis pulmones burbujeaban como buzo bajo el mar. El esfuerzo me hizo perder seis kilos en unas horas. Tardé una semana con oxígeno día y noche para recuperarme. Dos décadas en poder hablar de lo sucedido. Y cincuenta y dos años en lograr la distancia necesaria para poder escribirlo.

Las coincidencias, la suerte y las decisiones acertadas de mi familia me salvaron la vida. Estuve a segundos de sufrir un paro cardiaco.

Después de la peripecia me enteré que tuve un shock anafiláctico. Hoy se qué hay de shocks a shocks. No conozco a quien lo haya tenido mas fuerte. Imagino que debido a mi juventud pude vivir para contarlo. Ante el embate del Covid-19, se ha informado que quienes hayan pasado por un shock anafiláctico, no deben vacunarse

¿Me voy a poner la vacuna contra el Covid-19?

¡Ni de loco!